Las teorías del tiempo aseguran que siempre dura lo mismo. Un gran acuerdo universal fracciona el día en partículas minimísimas que permiten contar los rastros del sol y la luna por la superficie terrestre. Hay un meandro personal en donde las medidas se ablandan. Ese tiempo líquido vive en la conciencia que tenemos de su paso. Algunas veces como catarata. Otras como gotera.

Melun es una aldea gala que se conoce con ese nombre desde el siglo VI. Situada en los alrededores de París, formó parte del imperio Romano y fue clave en la Guerra de las Galias. Enclavada en un cruce estratégico de rutas terrestres y fluviales, se convirtió en un eje sustancial para el transporte hacia París en sirgas, un tipo de barcazas arrastradas por bestias, en un recorrido que demandaba, al menos, 12 horas. Esa misma paciente calma de horas extendidas y queso brie (uno de los productos estrella de la ciudad), debe de haber acunado a Laurent Sourisseau. Hijo de un empleado de funeraria (dueño de un particular humor negro que dejaría herencia) y una ama de casa, con una infancia sencilla y apacible, encaró la escalada social obteniendo una licenciatura en leyes.

El cambio de rumbo se dio de modo vertiginoso. Apenas egresado, incursionó en el periodismo gráfico como una alternativa posible de subsistencia. Con algo de audacia se acercó a París y presentó su porfolio en La Grosse Bertha, un diario satírico de relativa reciente aparición, pero que había escalado en prestigio y consideración entre la intelectualidad local. Para los caricaturistas, los nombres de Philippe Val, Charb, Luz, Cabu, y Georges Wolinski, que trabajaban en Bertha, resultaban celebridades. Allí se gestó lo que se convertiría con el tiempo en Charly Hebdo, el semanario víctima de un atentado perpetrado por tres sujetos en nombre de Al-Qaeda, el 7 de enero de 2015. Por entonces, Laurent Sourisseau ya era Riss.
Mi última charla para #LNR con este personaje ineludible del periodismo contemporáneo.
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