Pizza, vino, Palermo casi al límite. Te imaginás un reducto más como el resto y Soler Vino Pizza te destruye lo previsible como una hamaca bajo la vereda.

Y no estoy hablando de una metáfora loca de las que me gusta pintarte en mi lienzo blanco de palabras. Llegás a esa concatenación de esquinas donde en cada ochava reina la gastronomía. Ves una de ellas atestada, con multitud en la vereda, aún en pandemia. Atiborrados los baldosones de pies que compiten por la charla de “dorapa”. Y ves enfrente: calma, un look and feel que te invita al diálogo chill out, música amable para la charla y el ritmo: ni se pierde, ni te tapa. Te animás a ir por el camino no tan concurrido y darle una oportunidad a ese frente hierro negro y visón que te espera con una bodega llena de delicadezas y una carta corta, que no significa pobre sino todo lo contrario.

Las mesas afuera son de familia: grandes, madera resistente, para sostener ideas y debates, reencuentros postergados, festejos que choquen copas y un cierto color de barrio con los bancos que te permiten sentarte como en los bistrós de París, a mirar la gente pasar.

Adentro el espacio es pequeño, te cobija, no te abruma. La selección de vinos es una pared de museo. La curaduría es brillante y generosa. Hasta al conocedor sorprende. Como en las “grandes ligas” el precio está escrito en la botella.

Su horno es una panza redonda que se embaraza de pizzas. Es tan estético que salís pensando en qué lugar de tu casa cabría uno.

Ves la carta en la pared. Con el estilo de las pizzerías de siempre, pero con el minimalismo que reina en el ambiente. Parece ser reducida. Es una decisión sabia. Por dónde comenzar? Un desafío. Procciutto que se desborda, tomates confitados que son para suspirar, lmortadella desmayada con esmero, morcilla y huevo que me dejó con las ganas… La que elijas cumple una serie de condiciones que reverencia cualquier chef: el ingrediente es el rey, la simpleza es soberbia, porque deja al desnudo el buen hacer sin artilugios. No se necesita mucha arquitectura en el plato. Se necesita que te seduzca en el paladar. Aquí hay un maestro pizzero que ama la Italia tierra adentro y lo muestra en sus lienzos: esas masas chatas, con burbujas que explotan en migas ni bien le hincás el diente y llevan el borde dorado por el sol de la llama candente del horno.

El vestuario de cada pizza es elegido pensando en que suma y no llena. La percha de la masa se luce como top model en una serie de pasadas donde cada outfit te hace pensar si no sería probar el que sigue.

No podés irte sin darle espacio al canolli y al milagroso tiramisú. Tienen una personalidad sutil. Un sabor que te derrumba sin empalagarte. De esos con los que morirías tranquilo, sin darte cuenta, cuando vayas comiendo el tercero, como un sapo cocido lentamente.

La vista del sitio te encandila. Te pone una sonrisa cuando olés la primera pieza que te toca. Esa placidez te lleva la mirada perdida en lo que pasa derredor. De pronto te das cuenta que hay subsuelo, que por una claraboya ves que sigue la vida bajo la vereda, donde los transeúntes pliegan su bici. Te vas a darle un vistazo. Tres hamacas subterráneas te dejan tan mudo como la pizza, mientras no podés creer que te mecés bajo tierra con el fondo proyectado de la propia esquina que tenés sobre tu cabeza.

Seguir la corriente no siempre es buena idea para el cardumen. Algún Nemo que se escape descubre más mundo apenas animándose a cruzar de vereda y darle oportunidad al sitio más calmado, dispuesto a recibirte.