Se sea sabio o no en el conocimiento de los sabores, el paladar siempre se rinde ante las piezas tradicionales de la cocina judía. Sin embargo, hay reverencias más extremas. Hoy te cuento la historia de una que, casi, te deja rendido a sus pie. Vamos a desmenuzar a Midbar.

Las cocinas de Medio Oriente tienen debates que no siempre llegan a buen puerto. Tanto historiadores como los chefs con trayectoria, no se han puesto de acuerdo en cuanto a la existencia concreta de una cocina judía, separada de la árabe, por ejemplo.

Como colectividad nómade, muchos argumentan que los judíos han ido tomando ingredientes o saberes de los diferentes sitios en los que se asentaron con el paso de los siglos. También es cierto que dentro de la propia colectividad, existen subdivisiones que tienen que ver con la procedencia de cada una de loa pueblos: la comida asquenazi (proveniente de Europa oriental), la sefaradí (que cuenta con una mixtura de esencia española, norafricana y árabe), la yemenita, la india, etc.

Una de las bases de esta cocina es su espíritu familiar. Es una tradición que viene transmitiéndose entre generaciones, con raíces ancestrales, que han permitido conservar ciertos ritos que conservan hasta el día de hoy costumbres que conservan valores y costumbres.

Idishe mame

La mamá famosa de la tradición judía es la que busca, entre otras cosas, alimentar a su prole con la suficiente variedad y cantidad como para que cada encuentro de comida se convierta en una fiesta pantagruélica, donde cada individuo termine retirando unos centímetros la silla de la mesa y darle algo de aire a ese almohadón de ingesta que asoma en el estómago.

Más allá del chiste en torno a esta caricaturización, hay algo que une a este estilo de mamá con las de muchas otras comunidades. Imaginemos a la italiana mirando las infinitas fuentes casi vacías y emitiendo el típico “no me comieron nada”. Todas esas ideas se funden en un concepto que permite interpretarlo todo: cocinar es un acto de amor. Los platos saben mejor cuando quien lo hizo dejó de sí algo que no deja otro. Aquello de la “mano” personal en cada preparación.

Sefarad es la palabra hebrea que designa a lo que hoy, y hace muchos siglos, es España. Más precisamente, la península Ibérica. Hasta allí llegó, y se asentó por siglos, una gran parte de la comunidad judía, la que recibió la denominación de sefaradí o sefaradita. En 1492 los judíos fueron expulsados de esas tierras por los reyes católicos y la primera dispersión se produjo hacia Italia, África del Norte, Grecia, Egipto, Siria, Líbano, Jerusalén y el Imperio Otomano. Posteriormente, durante los siglos XV y XVI, se trasladaron a Amsterdam, Recife, Jamaica y otros lugares como Curazao y México.

La segunda diáspora se produjo a finales del Siglo XIX, desembarcando de los barcos con pocas pertenencias y muchas ilusiones en Canadá, Brasil, Estados Unidos, Francia, Venezuela, Cuba, México y nuestra Argentina.

Todo ese bagaje cultural hoy se representa en los platos de Midbar. Las especias, los insumos, las preparaciones, todo tiene que ver con esa historia y el camino recorrido hasta el presente, a lo largo de los siglos.

Esa historia se escribe en el sabor que dibuja cada pieza. Kipes, falafel, lajmayines, babaganush, pletzales de salmón, la ensalada tabule, shawarma de lomo con salsas originales, pan pita, kefta de cordero, bagels de pastrón, knishes, bohios, sambuzak o muarra,  latkes, humus… Hay belleza en lo que se ve. Esas pequeñas formas hechas esculturas. Hay delicadeza en el tocar. Esto de remontarse al encuentro tribal y servirce a mano de un plato común como un modo de unirnos, pero también de empezar a sentir el comer con el tacto. Mientras viaja desde el plato empieza a llegar el aroma, ese que dibuja esperanzas y expectativas que luego se confirman en el primer, segundo, tercer bocado… Es curioso que Midbar, que en hebreo significa desierto, esté repleto de todos esos guiños a cada uno de los sentidos. Da tristeza que se acabe… allí es donde lo del desierto cobra sentido: la riqueza gourmand vuela rápido.